Y no lo digo yo. Que lo dijo Gabriel Celaya -y lo cantó Paco Ibañez– hace ya camino de cien años. Él, como muchos otros poetas comprometidos con su gran misión, veía en la poesía un instrumento capaz, con otros, de transformar el mundo.
Hoy, cuando miro la poesía de lo mundano, la que solo cuenta nuestras propias miserias y el hastío, solo puedo pensar «¡Qué gran desperdicio!».
En estos momentos del resistiré y de mil canciones ñoñas, me viene a la cabeza la canción que hizo el también grande Paco Ibáñez, con el texto de este poema de Celaya. Nunca ha tenido más actualidad que siempre y en este siempre que es hoy, solo puedo unirme al mismo pensamiento convergente que expresara León Felipe en su Poeta prometeico viniendo a decir que la revolución la hacen los poetas.
Hoy hemos elevado a poesía las charlas de bar al amparo del «loable» propósito de democratizar las letras.
¿Dónde nos perdimos para que hoy un poeta apenas sepa decir en sus versos que lo más salvaje que ha experimentado es montar una moto de agua o lo más excitante tocarse el ombligo?
Dejo aquí la canción de Paco Ibañez y el texto de Gabriel Celaya, solo por ver si resucita la memoria y nos devuelve esa misión, aunque sea a unos pocos.
La poesía es un arma cargada de futuro
Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.
Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque a penas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica, qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.
Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra, son actos.
Gabriel Celaya – Cantos Íberos (1955)
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