Otro Jerusalén

La mayoría de mis viajes en coche han sido viajes con un destino fijo y programado de antemano. Todo calculado y previsto; cada parada, dónde iba a repostar, a qué horas debía llegar a cada punto y cuándo debía alcanzar mi destino final.

Todo comenzaba siempre con las mismas rutinas. Por supuesto, una revisión a fondo del coche, el estado y presión de los neumáticos, los niveles y, cómo no, lavarlo. Ya podía el coche caerse de mierda el resto del año que a la hora de emprender el viaje debía relucir como un espejo y desprender olor a jardín por cada puerta.

Ahora me veo en esta montaña sin nombre sentado en una piedra y mirando el horizonte con el coche aparcado, de cualquier manera, más abajo. No sé muy bien si le queda gasolina para llegar a la estación de servicio más cercana ni sé bien donde está ni si la noche alcanzará a cerrarla antes de que yo llegue.

Quizás deba quedarme en esta montaña hasta que amanezca mañana o quizás deba quedarme algunos días. En definitiva el coche no va a ir muy lejos solo; tampoco nadie se lo va a llevar con ese aspecto de chatarra vieja y mugrosa que tiene.

Hace años mis viajes eran muy diferentes. Cargados de maletas y de niños; con la mujer al lado y deseando llegar cuanto antes a la playa, meter el coche en el garaje y olvidarme de que el mundo que dejaba atrás me estaría esperando a la vuelta de un mes.

Pero hasta las rutinas de siempre terminan cambiando. Los niños crecen y se van y un buen día te despiertas y encuentras una nota sin explicaciones que solo dice que te ha dejado un pollo en la nevera y que te cuides; y en el trabajo te dijeron hace meses que tus vacaciones ya no serían de un mes, que pasarían a ser doce y a contarse, ya por siempre, por docenas; y así año tras año y de por vida.

Al principio no te das cuenta y te plantas delante del televisor a disfrutar de tu nueva independencia y a viajar del sofá a la nevera y de esta al sofá y del mismo a la cama. La comida la puedes encargar desde el ordenador o por teléfono y si necesitas de alguien siempre tienes las redes sociales para estar en contacto con el mundo y las personas.

Un buen día descubres los olores y te das cuenta que llevas dos semanas sin ducharte ni afeitarte y que las sábanas huelen a vinagre. Llevas más de seis meses planificando un viaje y estabas tan enfrascado en tus rutas y programaciones que apenas habías percibido el tiempo.

Te miras al espejo y no te gusta nada lo que ves y te duchas y te afeitas y, por primera vez en muchos meses, sales a la calle para que te corten el pelo; pero no vas a tu peluquería de siempre.

—¿Cómo lo quiere?

Entonces sacas una vieja foto de James Dean de tu cartera y señalando con el dedo le dices al barbero.

—Así, más o menos.

Y el barbero hace lo que puede, aunque a ti te deja la sensación de que si le hubieses mostrado cualquier otra foto te hubiese hecho el mismo corte. Con las peluquerías viene a pasar lo mismo que con los restaurantes. Pidas como pidas la carne siempre la traen igual.

De camino a casa paras a tomar una caña y por primera vez te detienes a observar lo que te rodea; y empiezas a darte cuenta de que para el mundo no se detuvo el tiempo y que todo sigue igual para otras gentes que se apuran en llegar a coger el último vagón del metro.

Han pasado tres horas y muchas cañas más de charla con el camarero. La gente vuelve a casa con cara de cansancio. Estás en tu terraza, al sol y con tu caña, y piensas que pronto llegarán las vacaciones. Se nota ya el buen tiempo en las faldas más cortas y las blusas ligeras.

La gente debe estar ya preparando su viaje y organizando todo; con reservas de hoteles y apartamentos y pidiendo hora en el taller para que le revisen el coche. Se les ve apresurados por llegar a sus casas, quizás les falte tiempo para organizarse y anden a estas horas con las prisas de compras y esas cosas.

—La cuenta, por favor, ya llego tarde.

He ido directamente al garaje. La capa de polvo que cubría mi viejo Ford apenas si dejaba ver el interior por los cristales, pero las ruedas parecen haber aguantado con presión suficiente.

He abierto despacio la puerta, quizás la batería haya sobrevivido a esta larga espera; me he sentado y he acariciado el volante, casi como se acaricia a una mujer, sin atreverme a introducir la llave en un beso que rechace.

Por fin le he dado al contacto y se resiste. Parece que se quiere poner en movimiento y no termina de decidirse por echarse a bailar y, de repente, el ruido inconfundible de ese motor que tantas veces me ha acompañado.

Ahora que estoy en esta montaña ya no me pregunto si cerré el agua o si dejé todas las luces apagadas. Apenas puedo recordar ya cuándo pensé en mi casa por última vez como mi hogar. Solo recuerdo haber subido del garaje, meter algo de ropa en una vieja mochila de mis hijos, cuatro cosas de aseo y nada más.

El Ford volvió a arrancar, a la primera, y me puse en camino. Sé que me dije entonces que solo eran unas vueltas a la manzana para cargar la batería, pero para eso no se necesita ninguna mochila, por pequeña que esta sea, ni coger el pasaporte o las tarjetas sanitarias.

Poco a poco el aire de la carretera fue desprendiendo el polvo del garaje y cuando paré a repostar comprobé los neumáticos y los niveles; pero no lo lavé. Me gustaba el nuevo polvo del camino y no quería que los aromas a jardín me privaran de los olores del campo que se colaban por mi ventanilla.

Podría decir que he llegado a esta montaña y no sería cierto; que el viejo Ford me espera abajo y tampoco lo sería. No hemos contado los kilómetros ni hecho planes desde aquel día y estar seguro de que me espera sería algo tan presuntuoso por mi parte como pensar que he llegado a sitio alguno.

Quizás cuando baje se haya ido y yo me quede en esta montaña para siempre o quizás siempre estuve. Han pasado muchas montañas desde que emprendí este viaje sin rumbo y también muchas gentes sin prisas; de esas que no salieron nunca de viaje y, sin embargo, pasaron toda su vida viajando.

No he parado en la playa. Me bastaron tres días para descubrir que esta no era un destino, que el viaje no consiste en moverse y aparcar y descansar, sino en fatigarse y ver y descubrir y sorprenderse; y a eso he venido a parar a esta montaña. Me dijeron que desde ella se podía ver amanecer sobre Jerusalén y que el tiempo parecía pararse cuando el sol se arrojaba sobre sus murallas.

Solo está atardeciendo y aún quedan horas; pero tampoco tengo ninguna prisa. El pollo que dejaron en mi nevera se habrá echado a perder hace ya tiempo y los chicos habrán seguido creciendo. Hay muchas cosas que no puedo cambiar en esta historia y algunas otras que tampoco deseo.

Voy a bajar ahora a por el coche, a poner gasolina, y luego vuelvo. Aún quedan horas para amanecer. Ni siquiera ha anochecido todavía y, si por alguna cosa me lo pierdo, aún quedará otro día que vuelva a amanecer y después otro y quizás otra montaña y otro Jerusalén.

Nota de autor: ahora que releo este relato que escribí , después de tantos años, he de deciros solo que me enamoré dos veces durante mi viaje y que escribí la palabra felicidad en cada montaña que alcancé, en cada amanecer y en cada río que cruce, en cada mujer que me sonrió y en cada hombre.

Que me esperó mi viejo Ford y le puse gasolina y juntos volvimos y vimos amanecer sobre Jerusalén aquella mañana. Ahora seguimos camino con la misma mochila y poca gasolina para no ir muy lejos; para no ir demasiado deprisa y perdernos.

—¿Podría usted decirme, señora, cómo llego a la montaña llamada Ama Dablam?, perdí mi gps.

 

Imagen: Jerusalén – Jorge Rivero

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